Los ofendidos

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He oído decir y he leído a menudo, últimamente cada vez más, que vivimos en la cultura de “los ofendidos”. Seguro que sabéis a qué me refiero porque por fuerza lo habéis tenido que escuchar vosotros también. Humoristas, periodistas, escritores, creadores de opinión, tendencia y discurso de todos los colores bromean con esto a menudo en redes sociales y medios de comunicación. Que ya no se puede decir nada, que es imposibe manifestar una opinión inocente sin que se te llene el Twitter o el Facebook de radicales enfadados y que estamos perdiendo la perspectiva porque no se le pueden poner límites al humor.

Bueno. La verdad es que podría ponerme a reproducir este discurso convencional y ahorrarme muchos caracteres, porque para qué insistir en lo que ya han dicho otros antes que yo, pero no lo voy a hacer. No puedo hacerlo porque hace ya bastante tiempo que reflexiono sobre este tema y creo que desde un análisis algo más profundo podríamos aprender todos mucho más, tanto “ofendidos” como “políticamente incorrectos”.

A la cuestión de la incorrección política ya volveré luego, que trae cola. De momento voy a intentar desarrollar una idea que creo que es central cuando hablamos de los ofendidos y que nadie menciona nunca: la idea de contexto. No se puede intentar entender una tendencia social sin fijarnos en la realidad que nos rodea. A día de hoy, mediados de 2018, vivimos en un mundo donde todos estamos mucho más expuestos porque, de hecho, nos exponemos voluntariamente en las redes sociales. Compartimos vivencias, ideas, bromas, opiniones. Lo hacemos porque sabemos que hay alguien al otro lado, alguien que escuchará, y porque esperamos un feedback.

En una era donde todos estamos conectados lanzar mensajes al vacío ya no es una opción. Pero muchas de las personas que se sorprenden de que sus mensajes no sean siempre bien recibidos por todo tipo de gente parecen no darse cuenta de que las redes sociales funcionan en dos direcciones. Esto añade a la comunicación de masas un factor revolucionario: nuestros receptores ahora son interlocutores. También tienen la posibilidad de hacerse oír.

Si nos detenemos un momento a pensar nos daremos cuenta inmediatamente de que esto nunca antes había pasado. Los espacios mediáticos eran, hasta hace apenas dos décadas, bienes escasos y muy codiciados. Solo los elegidos podían acceder a un altavoz desde el que lanzar sus mensajes. Académicos, periodistas, estrellas, todos ellos tenían asegurado su micrófono por encima del resto de nosotros, pobres mortales, que solo podíamos limitarnos a escuchar y a reproducir o descartar sus puntos de vista en el ámbito privado. Pero ahora resulta que no solo ellos pueden acceder a una vía de comunicación de masas, ahora también tú puedes hacerlo. Y contigo puede acceder tu vecino Juan, su hermana Carlota y la abuela de tu amigo el de Cantavieja.

¿De verdad creíamos que este nuevo modelo, revolucionario en todos los sentidos, no iba a acabar por influir en los mensajes y en cómo se reciben? La idea de que podemos seguir funcionando como antes, lanzando mensajes a un hipotético vacío donde siempre van a ser bien recibidos y nos va a llegar un feedback filtrado y seleccionado es bastante ridícula. Toda opinión suele venir acompañada de una réplica. Si te pones a opinar delante de miles de personas, ¿qué esperas, sino miles de réplicas? Y si ya habías contemplado esto, ¿por qué das por sentado que todo lo que te digan debe ser, no solo ya bienintencionado, sino acorde a tu modo de pensamiento?

A menudo veo quejas de que “la gente ya no aguanta nada” pero sinceramente, creo que es una manera totalmente equivocada de enfocar esta cuestión. La gente aguanta exactamente lo mismo que aguantaba antes solo que ahora, si no está de acuerdo contigo o directamente le irrita tu postura, tiene medios para hacértelo saber. ¿Quiere esto decir que toda réplica, por mala que sea, es válida y por tanto deberíamos darle crédito? Por supuesto que no. De hecho, esta pregunta nos lleva al siguiente punto que quería tratar: el del mensaje y la responsabilidad social.

Puede que a algunas personas les sorprenda lo que voy a decir a continuación pero creo firmemente que, en función de dónde procedan las quejas, se les debería otorgar más o menos crédito. Y cuando digo dónde también quiero decir quién. Voy a poner un ejemplo manido pero fácil de entender: no es lo mismo que un montón de gente negra, que ha tenido que sufrir lo inimaginable solo por el mero hecho de existir en una sociedad que las racializa y margina, proteste ante el chiste racista de un nazi que que ese mismo nazi se queje de la opinión de una persona negra que reclama derechos que le son sistemáticamente negados. No es lo mismo, no puede serlo y no lo será nunca.

Equiparar al nazi, cuya ideología es activamente dañina y resulta en asesinatos, con las víctimas de esa misma ideología bajo un término paraguas como “ofendidos” es tremendamente reduccionista e irresponsable. Y lo peor es que lo hacemos a todas horas, muchas veces sin darnos cuenta.

El ejemplo que he puesto es muy extremo porque en el momento que leemos la palabra “nazi” se nos encienden todas las alarmas. Pero la realidad es mucho más sutil y engañosa. A veces nos encontramos con un montón de opiniones negativas por un chiste que nos parece aparentemente inocuo y, por mucho que nos expliquen por qué no es tan inocente, no podemos comprenderlo. En estas ocasiones es cuando hay que mirar a nuestros interlocutores: si la gente que protesta lo hace porque ve vulnerado algún derecho propio o ajeno, lo menos que podemos hacer es escuchar y pararnos a pensar. Puede que no lo entendamos en ese momento, incluso que no lleguemos a entenderlo nunca, pero siempre será mejor que quejarse de “lo mucho que se ofende la gente”. Porque por mi experiencia, las personas que te piden más considertación y empatía a la hora de manifestar tus opiniones suelen tener razón.

Personalmente, tengo mucho  que agradecer a gente que, cuando dije algo problemático o defendí una postura equivocada, tuvieron la paciencia y los arrestos de llevarme la contraria y explicarme por qué no podían estar de acuerdo con mi postura. Gracias a eso he crecido como persona y he aprendido a distanciarme de mis propios prejuicios a la hora de comunicarme con otras personas. Y de verdad os lo digo, esto me ha hecho más libre y más feliz.

Sin prejuicios se vive mejor, de verdad os lo digo. Los prejuicios son lo que generalmente te va a llevar a enrocarte en tu postura y a descartar cualquier opinión que choque frontalmente con ellos. Es más, los prejuicios que tenemos sobre otras personas distorsionan también la imagen que tenemos de nosotros mismos y nos llenan de miedos. De hecho, son muy peligrosos porque normalemente son invisibles para el que los esgrime. Solo una postura firme y desafiante de otra persona puede volverlos visibles para ti, y te hace capaz de derribarlos. Por eso ya no me molesta que la gente se ofenda. En todo caso me preocupa y me hace pensar.

Podría acabar el texto aquí, con esta nota buenrollista y casi de autoayuda, pero voy a seguir un poco más porque tengo alguna que otra cosa que decir sobre los límites del humor. Os voy a decir una cosa: el humor tiene límites, por supuesto que sí. Pero es que todo derecho tiene sus límites donde empiezan los derechos y libertades del otro, y la libertad de expresión no es una excepción a esta regla. Si haces una broma de mierda (perdón por la expresión) sobre gente en silla de ruedas y alguien en silla de ruedas te dice que te calles, pues gual te has extralimitado ejerciendo tu derecho a expresarte. Aunque no fuera tu intención ofender, en serio. No vale decir “era broma” y convertir tu metedura de pata en un problema ajeno. Los derechos vienen con responsabilidades, y en la vida cuando uno la caga tiene que pedir perdón. Y no hay más.

A lo mejor algunas personas al leer esto pensarán que es imposible hacer humor sin ofender y molestar a alguien, pero no es así. ¿Qué es difícil? Claro. El humor es una herramienta poderosísima, pero nadie dijo que fuera fácil de usar. Si tu humor consiste en hacer chistes de negros y gays el 80% de veces que abres la boca para decir algo “gracioso” pues tengo una mala noticia: lo que haces no es humor.

El humor requiere empatía. Si te ríes de otros, lo que haces es ser irrespetuoso y hacerte gracia a ti mismo o a ti misma. Y no, no es humor negro: el humor negro se ríe de tragedias universales, que incluyen a muchos de los interlocutores y siempre a la persona que hace la broma. Hacer un chiste sobre funerales, porque a todos nos va a tocar algún día esa movida, es humor negro. Hacer un chiste sobre cojos cuando tú no eres cojo ni vas a experimentar nunca ese impedimento no es hacer humor negro: es reírte de los cojos desde una posición privilegiada. Lo cual tiene sus problemas y está feo en general, así que sí, probablemente ofendas a mucha gente. Pero es que lo buscabas un poquito, ¿no? No lo niegues.

Que sí, que a todos nos tienta a menudo subirnos a nuestro pedestal de superioridad moral y decirles a los demás que tienen que respetar la libertad de expresión y que no aguantan nada, que total era una broma sin mala intención. Pero el humor no va de ser superior ni de disfrutar con la irritabilidad ajena. Eso es sociopatía, Manolo. El humor va de coger lo injusto, lo mundano, lo tedioso, lo universal, lo concreto, lo bueno, lo malo, lo propio, lo ajeno y hacerlo un bien compartido. El humor es una herramienta crítica y donde mejor funciona es ejercido contra el sistema y contra las ideas. Por eso se ejerce siempre con las personas y nunca contra ellas.

De hecho, alguien me dijo hace tiempo que las personas son las que tienen derechos, no las ideas. Por eso reírse de una religión o de un sistema pollítico, o de una economía o de un orden social o de una película o un libro no es problemático. Ofenderás a mucha gente, sí, porque la gente defiende sus esquemas mentales a muerte. Pero no tendrán razón.

De hecho, suele haber polémica cuando se hace humor con figuras religiosas por esto mismo. Pero es que aquí sí que voy a romper una lanza por los humoristas: si te ofendes porque alguien se mete con tu libro favorito, no tienes razón. De verdad que no. La tendrás cuando alguien se meta contigo por leer ese libro concreto, o si se meten contigo por profesar una fe determinada. Pero si yo digo “me cago en Dios” y eres creyente no puedes reprocharme nada, porque “Dios” es una idea y no tiene derechos. Y no estoy vulnerando ningún derecho tuyo por no compartir tus ideales. Así que si eres de los que se ofenden cuando alguien critica su videojuego favorito pero te hace gracia reírte de las personas trans, tengo una mala noticia para ti: no tienes razón y en algún momento de tu vida te hiciste la picha un lío. Revisa tus prioridades, Catalina.

Por último, la incorrección política: no sé por qué motivo ni razón esta expresión se ha vuelto cada vez más popular para describir a gente que, directamente, se comporta mal con los demás. Ser políticamente incorrecto solía tener un sentido subversivo. Se usaba para hacer referencia a actos y corrientes de opinión que desafiaban el orden establecido y buscaban disrupción en el pensamiento imperante. Hoy en día la gente la usa para describirse a si misma cuando una de sus actividades cotidianas es insultar a los demás. De verdad, no habéis entendido nada.

Os voy a explicar por qué cuando te ríes de los colectivos mal llamados minoritarios como mujeres, homosexuales o personas trans no estás siendo políticamente incorrecto. Mira, el sistema ya se encarga de machacar a estos colectivos continuamente desde las instituciones. Se les niegan espacios, visibilidad, voz, trabajo, libertad, todo lo que imagines que se le puede negar a una persona en una sociedad aparentemente organizada. Y lo que tú haces cuando te metes con ellos es dar la razón al sistema. Así que no estás siendo ni subversivo, ni insurrecto, ni interesante siquiera. Estás siendo puñeteramente convencional a costa de comportarte, para colmo, como una mala persona.

De verdad, si quieres meterte con los demás, adelante. Por suerte nadie te va a meter en la cárcel por hacer un par de bromas desafortunadas (a no ser que sean contra el sistema, en cuyo caso te pueden caer seis años por cantar un rap. ¿Ves lo que es incorrección política?), pero no esperes que la gente anule su derecho a réplica porque tú eres especial y políticamente incorrecto y solo unos pocos elegidos entienden tu humor. Lo entendemos todos Ricardo Antonio, no eres tan listo: lo que pasa es que a muchos nos parece deslavazado y dañino y no lo consideramos humor. Y tenemos maneras de hacértelo saber.

Así que la próxima vez que venga alguien a pedirte que reconsideres tus palabras, aunque sea de malos modos y sea una persona maleducada (esto pasa a menudo, la gente que tiene razón también puede ser maleducada), escucha primero. Después defiéndete si es necesario o pregunta si no lo entiendes, pero no te creas más listo o más lista por defecto. Incluso la persona más irritante puede tener razón, y nadie en este mundo súper conectado está libre de meter la pata o de ser el ofendido. Porque aquí los pedestales son de mentirijilla y se los fabrica cada uno al gusto. Piénsalo la próxima vez que te tiente subirte a uno.

Jude the Obscure: el “haber si me muero” de Thomas Hardy

¡Cuidado, spoilers! Si no queréis saber detalles del argumento y desenlace de Jude the Obscure mejor no sigáis leyendo.

Ocurre que me compré esta novela en unas circunstancias un tanto extrañas. No había leído nada de Thomas Hardy y, estando de visita en La Central de Madrid en Callao, me encontré de pronto hojeando una edición particularmente bonita de otra novela suya: Tess of the d’Ubervilles. Había leído alguna cosa sobre este libro y me habían llegado opiniones de diversa índole al respecto de su contenido (está muy bien, está fatal). Pensando que era una buena ocasión para formarme mi propia opinión cogí el ejemplar de Tess y, justo en ese momento, una señora desconocida se me plantó al lado y empezó a hablarme de Thomas Hardy con todo el fervor del que es capaz una fan. Yo estaba decidida a llevarme Tess porque era el libro que conocía y suscitaba mi curiosidad, pero influenciada por esta vehemente lectora, acabé por añadir también al ticket de compra la última novela y quizá también la más controvertida de Thomas Hardy: Jude the Obscure.

Como he dicho, ese mismo día me llevé también Tess of the d’Ubervilles, novela que leí hace ya más de un año. Por diversas circunstancias no había podido ponerme con Jude the Obscure hasta ahora y tengo que decir que, donde Tess me pareció una mera tragedia griega moralista y pesada, Jude me ha parecido una lectura mucho más interesante por lo arriesgada, incluso rupturista que puede parecer si tenemos en cuenta la época en que fue escrita. Esta fue la historia cuya recepción por parte de público y crítica a finales del siglo XIX quitó para siempre a Thomas Hardy las ganas de escribir más novelas. En ella Hardy plasma su frustración evidente con los convencionalismos de la época, especialmente con el matrimonio, la religión y el clasismo. Algunas de las nociones e ideas que plasma en el texto, aunque de forma tímida y contradictoria, fueron percibidas por muchos como revolucionarias hasta el punto de que un obispo llegó a quemar un ejemplar del libro. Thomas Hardy declaró poco después: “imagino que ante la imposibilidad de quemarme a mí”. La escena crítica, tanto negativa como positiva, alcanzó tintes apasionados y Hardy se encontró con una polémica entre manos que jamás había querido. Como consecuencia decidió dejar de escribir novelas y centrarse en la poesía que, según él, le permitía expresar sus ideas y opiniones con mayor libertad.

Jude the Obscure, aunque aparentemente centrada en el protagonista masculino por su título, nos narra en realidad las aventuras y desventuras de dos almas gemelas que, por la naturaleza de sus ideas y aspiraciones, están condenadas al fracaso: Jude Fawley y Sue Bridehead. El primero es un joven de clase baja que sueña con estudiar en la Universidad de Christminster (el nombre que inventa Hardy para Oxford) y ser doctor en Las Escrituras. Pero Jude tiene un carácter contradictorio y, dónde su mente aspira a abrazar el conocimiento y la luz a través de la religión, su naturaleza humana se inclina hacia los vicios mundanos (las mujeres y el alcohol, básicamente). Un primer matrimonio fallido ya apunta a que Jude no será capaz de ganar la partida al destino. Cuando Christminster le cierra las puertas por mera razón de clase, Jude se encuentra atrapado por unos votos sin amor y condenado a una humilde vida de artesano para la que no está especialmente capacitado, siempre a dos aguas entre el mundo que aspira tocar algún día (el interior de los muros de la Universidad) y el mundo que habita y en el que no encaja (su clase social).

Por su parte la protagonista femenina, Sue Bridehead, es la prima de Jude y por tanto también de clase baja. Pero al contrario que él, se contenta con llevar una vida discreta e independiente renegando de la universidad y de la religión. Ve en la primera un pozo fastuoso de decadencia autoindulgente, y en la segunda un compendio de dogmas que no atienden ni al sentido común, ni a la razón, ni a sus propios instintos. Donde Jude busca encajar en la sociedad y ascender peldaños, Sue tiene la determinación de vivir según sus propias ideas, aún si esto la condena al ostracismo y al abandono. Sue se nos presenta como un personaje enigmático: guapa, pero inasible; brillante, pero errática; dulce, pero distante. Y por supuesto el infeliz de Jude no tarda en enamorarse de ella pese a tener todas las señales en contra: no sólo Sue es su prima, sino que además ésta no muestra indicio alguno de ser capaz de sentir algo parecido al deseo ni por Jude ni por ningún hombre conocido.

Ni que decir tiene que de los dos personajes principales la más interesante por lo complejo de su personalidad y por su independencia es Sue. Esto resulta todavía más reseñable si tenemos en cuenta que Hardy era un señor del siglo XIX que no podía evitar mirar a las mujeres a través de un velo patriarcal bastante espesito, como es común entre los escritores masculinos de su época. Sue no se libra en su libro de juicios de valor no pedidos por parte del narrador (que hacen alusión, cómo no, a su debilidad de sexo y otras frases dignas para enmarcar) pero al mismo tiempo es un personaje muy bien construido. Sue no se ve influenciada por las fuerzas dominantes a su alrededor tales como la convención o la censura social y tan solo confía en su propio instinto y sus convicciones para orientarse en la vida. De hecho, es Sue la que ejerce influencia sobre Jude y no al revés: él se enamora de ella, él la sigue allá dónde va (incluso cuando ella contrae un matrimonio por conveniencia y se muda de ciudad) y él muta sus convicciones religiosas e incluso sus aspiraciones por ideas de corte más humanista sencillamente porque esa es la influencia que la poderosa mente de Sue tiene sobre él. El propio Jude alude a la inteligencia superior de Sue como una de las razones de su amor por ella.

Obviamente Hardy no consigue estar a la altura de su personaje y en un giro argumental bastante absurdo se carga a los hijos de Sue, haciéndola flaquear en todas sus convicciones y convirtiéndola de la noche a la mañana en una mártir piadosa. Críticos del momento señalaron, no sin razón, que de haber sido Thomas Hardy una mujer jamás habría permitido que su personaje se derrumbara de esa manera, pasando de ser humana en una página a convertirse en un mero recurso narrativo en la siguiente.

Pero dejando de lado las decisiones narrativas de Hardy, aún más interesante que su enigmática personalidad lo verdaderamente revolucionario de Sue como personaje es su total desapego del deseo sexual. Contrario a lo que podría parecer, Hardy no pinta a un personaje asexuado por lo angelical, intangible en su santidad, como también es frecuente en este tipo de personajes femeninos. Lo curioso es que Sue es perfectamente humana, es capaz de sentir amor romántico y celos, y es capaz de sufrir por Jude de la forma en que un amante sufre por el otro. Sin embargo Sue no siente deseo sexual, ni siquiera tolera demasiado bien los besos de su supuesto amado. Sin saber realmente que existía un término para ello, Thomas Hardy creó a un personaje asexual perfectamente humano y creíble. Sue Bridehead quiere a Jude, pero una vez se confiesan su amor, ambos se divorcian de sus respectivos cónyuges y conceden en vivir juntos, ve la necesidad de acostarse con él como un mero trámite para mantenerlo a su lado. Sue mantiene este rechazo al sexo y lo carnal hasta el final del libro, en el que voluntariamente vuelve junto a su primer marido como una forma perversa de redención de lo que ella cree que han sido sus pecados (negar a Dios, vivir con Jude y concebir hijos fuera del matrimonio) y se entrega a él en un acto de sacrificio personal que resulta entre trágico y cómico por lo hiperbólico de su rechazo.

Otro punto a tener en cuenta es la relación entre Jude y Sue. Su amor evoluciona primero de una fijación platónica por parte de Jude hacia Sue hacia una comprensión más profunda entre ambos que deriva, finalmente, en la unión de sus almas. Este concepto de amor, de un mismo ser dividido en dos, fue representado por primera vez en ficción en la revolucionaria novela de Emily Brontë, Cumbres Borrascosas, publicada en 1847. Hardy hace referencia a esta cualidad de Jude y Sue de ser “dos que forman uno” en repetidas ocasiones, imagen que se atribuye a su lectura de la novela de Emily un tiempo antes de empezar a escribir Jude.

Si bien el argumento de Jude the Obscure es la típica tragedia de Thomas Hardy con su destino inapelable, sus sentimientos exacerbados y sus decisiones extremas que no llevan a ningún lado, lo que me ha parecido reseñable del libro es la sensación constante de hartazgo que transmite el autor a través de sus líneas. Camuflada bajo una trama de aparente superación personal y lucha contra el destino subyace una reivindicación de la liberación del individuo frente a las convenciones. Hardy arremete contra el matrimonio (tanto Jude como Sue consideran los sagrados lazos como un trámite ridículo y exagerado en sus condiciones), contra el clasismo (el propio Jude, con su deseo de estudiar para ganar poder social, es un símbolo de esta protesta) e incluso contra la religión. Las ideas humanistas de Sue permean al beato Jude hasta el punto en que éste decide abandonar su carrera (de todas formas fallida) como estudiante de las escrituras y empieza a cuestionar su fe. Al final es la religión la que propicia la tragedia cuando Sue, rota por la muerte de sus hijos, decide mirar otra vez hacia Dios para buscar un camino. Algo que por supuesto no hace más que acabar de estropear las cosas.

Para concluir diré que, si bien esta novela no se ha ganado un puesto entre mis favoritas porque como es costumbre en Thomas Hardy carece de la pasión y honestidad que me enamoran en otros autores, sí que me resultó curiosa de leer por sus tintes de denuncia social y por la complejidad de sus personajes. Sobre todo me pareció muy interesante por el tono de lamento del autor, a quien es inevitable imaginar por detrás de las páginas pataleando muy fuerte contra el suelo. Y por supuesto por la polémica que despertó en el momento de su publicación. Que sea subversivo en algún sentido es lo mínimo que, hoy por hoy, le pido a un libro para que me apetezca reseñarlo.

50 Sombras de Grey. Mil maneras de juzgarnos.

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Hace aproximadamente un año que escribí un post en este mismo blog en el que hablaba de lo frustrante que me resulta enfrentarme al enaltecimiento de los best-sellers, especialmente si son malos, y citaba como ejemplo el caso paradigmático de 50 Sombras de Grey. En realidad hablaba de varias cosas diferentes en mi artículo, pero creo que es importante recordar y hacer hincapié en el hecho de que 50 Sombras no sólo no me gusta, sino que me parece una obra de pésima calidad, vacua, manida, poco orgininal y bastante reaccionaria. Dicho esto voy a entrar en materia sobre lo innecesarios que me parecen, aun sabiendo lo malo que es el libro, determinados juicios de valor que he visto en medios y redes sociales.

El enfado me viene a raíz de leer este artículo de La Página Definitiva donde el autor no sólo arremete de manera despiadada contra el libro (cosa que me parece por otra parte bastante natural) sino que también reparte de manera no totalmente exenta de un cierto tufillo si no machista al menos condescendiente, chanzas de lo más variopintas contra todas las lectoras que afirman haber leído el libro y haber disfrutado con él. El autor justifica su aparente irritación y perplejidad afirmando que no entiende cómo tantas mujeres (¡algunas hasta con carrera, adónde iremos a parar!) se empeñan en convencerle de que es un buen libro y «una historia de amor preciosa», cuando es evidente que no es ni una cosa ni la otra. Al final llega a la conclusión de que, sencillamente, las mujeres es que no nos aclaramos y no sólo no somos honestas con los hombres sino que no somos honestas con nosotras mismas. Pobres hombres, cuánto tienen que aguantarnos. Las mujeres somos tan volubles e inconstantes con nuestros deseos y sentimientos y tan ignorantes de nuestra propia psique que no sabemos ni lo que queremos, ¿cómo, pues, lo van a saber ellos?

Bien, podría ponerme diplomática y pasivo-agresiva (porque claro, soy una mujer, es lo nuestro), pero dado que este tipo está tan preocupado por la aparente deshonestidad femenina, voy a ser sincera, directa y clara: su análisis me parece vacuo y superficial y su artículo un pedazo de cagarro. Perdón. Quiero decir que me parece una soberana mierda.

Y dicho esto voy a argumentar mi opinión, para que nadie se crea que esto lo digo fruto de la rabia o el escarnio. En realidad lo digo en base al frío y calmo análisis y con toda la tranquilidad del mundo porque en serio, hace mucho tiempo que superé eso de obnubilarme ante la prosa decente y la pluma afilada y si veo prejuicios disfrazados de intelectualismo y sofisticación, lo digo. Y este artículo es todo sorna y poca miga.

El artículo de nuestro autor de La Página Definitiva no sólo me parece sesgado, desacertado y en algunos puntos hasta ofensivo para las fans de 50 Sombras (entre las cuales, repito, no me cuento), sino que me parece escaso de imaginación y totalmente falto de empatía. Entiendo que el libro le haya parecido una basura, porque lo es. Enmtiendo la sorna, porque hay mucho de lo que burlarse cuando tratamos con una historia tan vacua y tonta como la de 50 Sombras. Entiendo que pueda irritarse de que algo de tan ínfima calidad haya alcanzado las ventas que ha alcanzado este insípido best-seller. Lo que no entiendo es por qué se empeña en culpar de todo ello al género femenino, como si ser hembra humana  y no estar por encima de tu biología fuera algo digno de penalización y escarnio.

En realidad entiendo su frustración: pero si somos mujeres modernas, si pedimos la igualdad, si hablamos de feminismo todos los días, si tenemos estudios y carrera… ¿cómo puede ser que nos sigan poniendo cachondas cosas tan tontas como un chico malo, sus preciosos ojos grises y la forma tan estupenda en la que le caen los pantalones sobre su prieto y estilizado culito de macho alfa? ¿Cómo puede ser que todas nos hagamos pipí con la idea de ser dominadas por un machote buenorro que encima es millonario, que encima dona dinero a ONGs, que encima vive torturado por su pasado y presa de una despiadada tormenta interior? ¿Es que no vemos lo tonto que es? ¿Es que no nos damos cuenta de lo tontas que parecemos?

De acuerdo, entiendo sus preguntas, son totalmente lícitas. Lo que no entiendo es la conclusión precipitada a la que llega afirmando que «será que somos todas unas putas», o «que no sabemos ni lo que queremos» o «que en el fondo no estamos tan liberadas». Si el autor tuviera un poquito de imaginación o por lo menos una pizca de interés por conocer el punto de vista femenino (ah, ahí he pinchado en hueso, ¿verdad? ¿porque desde cuándo es interesante conocer el punto de vista femenino si puedo escribir un puñado de líneas ingeniosas poniendo a caldo a unas cuantas solteronas?) se habría abstenido de contestar de manera tan pobre y habría dejado que nosotras le resolviéramos algunas de sus dudas. Eso habría demostrado un genuino interés por saber y no lo que de verdad supone su artículo, que es básicamente un canto al onanismo impregnado de autosatisfacción.

Pero resulta que yo soy mujer y puedo contestarle. A él y a todos los que al leer su artículo se hayan podido hacer las mismas preguntas. Y la respuesta es tan simple como definitiva: es que las mujeres también tenemos genitales que piensan por nosotras y joder, no encanta estimularlos porque, por razones evolutivas, de no ser así nos habríamos extinguido como especie. Igual que un hombre (por muchos premios Nobel que acumule en su cartera) no puede evitar que se le ponga como un mango de mortero al ver un par de tetas tersas, nosotras no podemos evitar que nos pongan cachondas determinadas absurdeces que no tienen explicación racional, y la dominación es una de ellas. Lo que pasa es que sí, somos diferentes, y mientras par los hombres la estimulación visual es fundamental, para nosotras lo que mejor funciona es la imaginación. De ahí que muchas mujeres, algunas en mayor medida que otras, cubran de un aura de romanticismo sus relaciones y sus fantasías sexuales, puesto que eso nos ayuda a estimular nuestro deseo sexual. De ahí que muchas mujeres hayan leído esta mierda de libro que es 50 Sombras y, aún sabiendo que es una mierda de libro, les haya gustado. De ahí que muchas mujeres hayan llegado incluso a afirmar que el libro es «una historia de amor preciosa», porque rodearlo de un encanto que no tiene es su manera de idealizar sus propios deseos y fantasías. ¿Afirmar que es un buen libro? Es obviamente un autoengaño, pero eso no tiene nada que ver con el hecho de ser mujer. Tiene que ver con la propia condición humana y nuestra necesidad de encumbrar todo aquéllo que nos gusta, en contra de la pura evidencia terrenal. Es exactamente lo mismo que hacen los hombres cuando utilizan palabras como «honor», «sacrificio» o «nobleza» para describir algo que no deja de ser un juego como es el fútbol. La diferencia es que nosotras tenemos que soportar la sorna y las pullitas de «intelectuales» masculinos diciéndonos lo incoherentes e infantiles que somos y no sólo eso, sino a otras mujeres dándoles la razón porque claro «es que hay tanta tipa tonta por ahí»

Pensadores masculinos de este mundo: si van a referirse a mi género con el único fin de demostrar el buen ejemplo que podriamos tomar de ustedes para corregir nuestros defectos derivados del estrógeno y la progesterona, pueden irse a cagar a la vía. Si por el contrario tienen intención de analizar nuestro comportamiento ante determinadas situaciones con la intención real de aprender sobre nosotras y conocernos mejor, estaremos siempre dispuestas a dialogar y a contestar a sus preguntas con toda la honestidad de la que seamos capaces.

Mientras tanto sólo me queda esperar que algún día podamos hablar del comportamiento sexual de hombres y mujeres sin caer en prejuicios ni juicios de valor injustos donde, tristemente, nosotras siempre llevaremos todas las de perder.

 

 

La Leyenda de Aang, La Leyenda de Korra

cabeceraHace poco he tenido el placer, gracias a la recomendación de mi hermano, de descubrir y visionar una serie de animación de las que ya echaba de menos. Una serie de esas que divierte, que interesa, que emociona y sobre todo que engancha de verdad. Una serie dirigida a niños y adolescentes y por tanto entrañable, pero al mismo tiempo valiente y original, con muchos más niveles de profundidad de los que aparenta a simple vista, capaz de transmitir su propia filosofía y construir su propio universo. Una serie, por resumir, que no sólo me ha gustado sino que me ha entusiasmado y que de verdad he sentido acabar. Por eso he pensado dirigirle unas líneas, no sólo para recomendárosla (cosa que hago desde YA) sino para desahogarme y, de alguna manera, darle las gracias a los creadores por lo mucho que he disfrutado con ella.

En realidad descubrí Avatar (la serie que tenemos entre manos) allá por 2006 cuando la echaban en Nickelodeon. Vi algunos capítulos y me gustó, pero por estar en esa época centrada en otras series y no tener costumbre de ver nada en la TV, acabé por dejarla. Ahora, muchos años después, su segunda parte La Leyenda de Korra ha terminado con un polémico final que roza lo revolucionario y que ha dejado boquiabierto a más de uno, lo que ha permitido a muchos descubrirla (o redescubrirla, como es mi caso). Clicad aquí si no os importan los spoilers y queréis saber de qué hablo.

Ahora que la he visto entera y puedo hablar con propiedad, voy a intentar contaros algo sobre ella para que la descubráis y, si es posible, la disfrutéis tanto como yo :).

La serie

Avatar: The Last Airbender (o Avatar: La Leyenda de Aang como se conoce aquí en España) y La Leyenda de Korra son dos series diferenciadas pero que constituyen la primera y la segunda parte de una misma historia. Las dos transcurren en el mismo mundo, con personajes y motivos recurrentes en ambas y las dos tienen como hilo conductor a su personaje principal, el avatar, que es el ser destinado a ejercer de puente entre el mundo de los humanos y el mundo de los espíritus. En la primera parte el avatar es Aang y en la segunda parte el avatar es Korra, que no es otra que la reencarnación de Aang 70 años después.

Aang y Korra (voy a referirme así a la primera y segunda parte respectivamente a partir de ahora) son, además, series muy difíciles de catalogar. No por la complejidad de su trama, ni porque empleen un estilo de animación muy novedoso, ni siquiera por sus personajes, brillates y maravillosamente escritos en su mayoría, sino porque suponen una fusión casi perfecta entre la animación oriental (japonesa, más bien) y la animación occidental (en este caso americana). Aang y Korra son series anime, no cabe ninguna duda de esto: los combates de artes marciales, la animación, la seriedad y complejidad de los personajes y las tramas y los motivos espiritistas eliminan cualquier duda al respecto. Y sn embargo, Aaang y Korra son series americanas, creadas en origen por los estadounudenses Bryan Konietzko y Michael Dante DiMartino con el mecenazgo de Nickelodeon. Y curiosamente, el cóctel funciona: ambas series toman lo mejor del storytelling oriental (el misticismo, el drama social y político, los combates con poderes sobrenaturales, la evolución y profundidad psicológica de los personajes) y lo mejor del occidental (el humor, la naturalidad en el trato de ciertos temas como el amor o la atracción sexual, la perfecta funcionalidad de los guiones que carecen de diálogo innecesario o episodios sobrantes). El resultado es un producto nuevo, un género que no existía hasta ahora y que ha demostrado ser posible e incluso muy interesante: el anime occidental.

Curiosamente es precisamente la carencia de una etiqueta explícita lo que ha supuesto una mayor barrera para la adecuada aceptación de la serie a nivel mundial: los fans del anime lo consideran un producto apócrifo y los espectadores acostumbrados a la animación occidental lo consideran demasiado diferente. Eso sumado a una película live-action lamentable, a la confusión nominal generada por la película Avatar de James Cameron y al continuado ninguneo que ha sufrido por parte de Nickelodeon que ha emitido la última temporada sólo online, le ha puesto las cosas difíciles a la serie para conseguir la audiencia que merece. Sin embargo vale la pena liberarse de prejuicios y verla porque Avatar no es sólo una serie única, es además una serie muy, muy buena.

La trama

Korra1.Avatar transcurre en un mundo dividido en cuatro naciones: las Tribus del Agua, La Nación del Fuego, El Reino de la Tierra y los Nómadas del Aire. En todas las naciones existen seres humanos con un poder especial llamado bending (o control, como se tradujo al español) que les permite controlar el elemento propio de su nación. Estos maestros de los elementos son conocidos como benders y conviven con personas normales que no tienen este poder. Aún así todo en el mundo de Avatar gira en torno al bending: la tecnología, los medios de transporte, la ingeniería… prácticamente todo se consigue mediante el control espiritual de los elementos.

Entre todos estos maestros de los elementos nace cada generación uno especial: el avatar, maestro de todos los elementos. Este maestro de maestros nace en cada reencarnación en una nación diferente y siguiendo siempre el mismo ciclo: fuego, aire, agua y tierra. Además no sólo puede dominar los cuatro elementos sino que es capaz de conectar con sus vidas pasadas y acceder al mundo de los espíritus. Por todo esto es siempre el encargado de mediar entre las naciones para asegurar la paz, el diálogo y el equilibrio. Huelga decir que ser el avatar no sólo no es fácil sino que en muchos casos es una carga casi insoportable. De ahí el origen del conflicto en la serie y el punto de partida para las aventuras de Aang y Korra.

Como ejemplo, el opening de la primera parte de la serie resume su espíritu y su contexto bastante bien:

Referencias

Los creadores Konietzko y DiMartino admiten que para crear Avatar tomaron muchísimas referencias no sólo del anime, con algunas tan importantes como Miyazaki, sino también de la cultura oriental en general. De hecho las cuatro naciones de Avatar tienen características orientales en su cultura, su música, su forma de vestir e incluso en los rasgos de los personajes. No existen personajes arios en Avatar, y apenas los hay con el pelo claro. Todos tienen rasgos orientales, incluyendo a las tribus del agua que tienen la piel más oscura y por lo tanto podrían considerarse de raza hindú.

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El Príncipe Zuko realizando la Danza del Dragón, una forma de artes marciales propia del control del fuego.

El bending también está inspirado en las artes marciales. Cada tipo de bending tiene características únicas según al elemento que va dirigido y por tanto tiene su propio carácter y sus propios movimientos. Así, de cara a la animación, los creadores se inspiraron en el Tai Chi para el control del agua, en el Kung Fu Shaolin para el control del fuego, en el Hung Gar para el control de la tierra y en el Pa Kua Chang para el control del aire (todo artes marciales de origen chino).

Los personajes

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De atrás hacia adelante: Tenzin, maestro del aire; Mako, maestro del fuego; Bolin, maestro de tierra y Korra, la avatar en La Leyenda de Korra.

Aunque las tramas de la serie están cuidadas al detalle y consiguen ser divertidas,  emocionantes, profundas y originales, lo que sin duda destaca en avatar son sus personajes. La animación es sobresaliente, de acuerdo; la música y el guion excelentes. Pero la escritura de los personajes es sin duda lo mejor de lo mejor. Tanto en Aang como en Korra el elenco de protagonistas y antagonistas es sencillamente maravilloso. Una parrilla excelentemente escrita con dinámicas entre personajes calculadas al detalle para que sus interacciones generen momentos de humor y drama indistintamente y sin parar, de manera que no puedes evitar quererlos.

La serie toma también en este aspecto referencias de la animación oriental y dota a sus personajes de una evolución psicológica muy interesante. Esto se puede ver sobre todo en el caso de los protagonistas. Aang, por ejemplo, empieza la serie como un niño de doce años despreocupado con una tarea entre manos que le viene demasiado grande: la de convertirse en el avatar que todos esperan que sea. Al final, sin embargo, acepta su destino y toma sus propias decisiones, convirtiéndose en el avatar que él mismo quiere ser. Korra, por su parte, tiene una evolución bien distinta. Si bien al principio es confiada y tiende a ignorar sus propios límites, al final de la serie aprende a aceptar que es falible a través de experiencias dolorosas y adquiere más empatía hacia los demás.

En este sentido un secundario que sufre la evolución a mi parecer más compleja dentro de la serie es Zuko, el Príncipe del Fuego. Su obsesión por capturar al avatar para reestablecer su honor y recuperar el favor de su padre le convierte en el antagonista de Aang, pero su naturaleza obstinada y su férreo sentido de la moral permiten que el espectador lo perciba más bien como un antihéroe y empatice con él. Además la dinámica que tiene con su desenfadado tío Iroh los convierte en uno de los mejores dúos cómicos de la serie, algo meritorio teniendo en cuenta que no escasean los momentos cómicos:

De hecho el humor es también una pieza clave tanto en Korra como en Aang, siendo el medio que utilizan los guionistas de manera más recurrente para aliviar la tensión de los momentos dramáticos y para caracterizarnos poco a poco a los personajes. Otro video con ejemplos humorísticos, esta vez de La Leyenda de Korra:

Además la serie consigue algo que pocas veces he visto en la narrativa tanto occidental como oriental, y es una paridad casi total entre personajes masculinos y femeninos. En el universo de Avatar no se hace hincapié casi nunca en el género de los personajes a no ser que sea a efectos de una trama  o sea fruto de conflicto por algún motivo. Todos los personajes hacen cosas interesantes y tienen tramas argumentales elaboradas sin caer en el cliché (o cayendo tan sólo circunstancialmente) independientemente de su edad o su sexo. Más interesante aún, hay personajes con discapacidad que participan de la acción en la misma medida que los demás, sin que su evidente problema físico se señale de manera intencionada. Es por ejemplo el caso de Toph, una de las protagonistas, que es completamente ciega pero es capaz de «ver» gracias a su control de tierra y es uno de los personajes más divertidos. Además Avatar emplea los tropos típicos de este tipo de series de manera consciente y muy inteligente. Todos en Avatar tienen luces y sombras, y todos tienen puntos fuertes y debilidades. Es necesario ver la serie para entender bien lo que quiero decir, pero creo que en ese sentido Avatar ha dado un paso de gigante. Espero que otras series, animadas o no, puedan seguir su ejemplo.

Para concluir diré que recomiendo la serie al 100% tanto a los amantes de la animación como a los que a priori puedan no sentirse interesados. Incluso si sois fans del anime y pensáis que no os puede gustar un anime occidental, deberíais darle una oportunidad. Yo misma he sido muy muy fan del anime, pero soy aún más fan de las cosas hechas con alma y buen gusto. Creo que es difícil ver esta serie y que no te guste, y tanto Aang como Korra tienen la suficiente autonomía la una de la otra como para ser consideradas y disfurtadas por separado. Lo único malo es que sólo he podido acceder a la serie en versión orginal sin subtíulos, al menos en streaming, y he sido incapaz de encontrar los DVD con el doblaje en castellano :(.

En cualquier caso si estáis interesados podéis ver los capítulos en VO de ambas partes aquí.

¡Hacedme caso y echadles un vistazo! No os arrepentiréis :).

Be woman, my friend

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Llevo unos días que no paro de encontrarme gente escribiendo y opinando en Internet (hombres, mujeres, indefinidos) sobre temas de género. Ya sabéis, que si las chicas sois tal, que si los chicos cual, que si esta serie está sobrevalorada porque no representa la feminidad como pretende, que si la ficción es sexista y poco realista en los roles que plantea y blablabla. Me resulta difícil especificar un tema, autor o artículo concreto porque creo que se trata más de una nube de información en mi cabeza que de un algo determinado, pero lo cierto es que de tanto leer las opiniones de unos y de otros y ver que, en general, están tan alejadas de mi manera general de percibir, sentir e idear el mundo, he llegado a una conclusion: el género como etiqueta es una herramienta útil a la hora de organizar el mundo, pero muy mal gestionada.

Relax. Esta no va a ser una entrada feminista reivindicando mi mundo interior como mujer ni shit like that porque eso no me interesa (o porque hoy no estoy de ese humor, que también podría). Lo que busco es reflexionar un poco sobre por qué las mujeres de hoy en día tenemos tal cacao mental sobre nosotras mismas que al final ya no sabemos ni dónde catalogarnos y, lo que es peor, creyéndonos rompedoras incurrimos en prácticas abusivas hacia otras mujeres por el mero hecho de que no encajan en nuestro esquema de lo que una mujer moderna debería ser.

Por poner un ejemplo práctico: he aquí una entrada de blog de una supuesta feminista que me dejó anonadada. Básicamente se dedica a poner a caldo a Valèrie Tirerweiler, ex Primera Dama francesa, por no haber mantenido la calma cuando se enteró de que su marido le ponía los cuernos delante de todo el país y permitirse el lujo de sufrir una crisis nerviosa. Según su punto de vista, ese tipo de comportamiento tan sólo refuerza la idea pasada de moda de que las mujeres somos unas «histéricas» y unas «flojas», cuando en realidad somos fuertes y debemos obligarnos a mantener la calma. Para empezar, resulta bastante irónico que sea ella misma la que cataloga de histérica a Tierweiler, reforzando así ella misma la noción que intenta rebatir. En segundo lugar, sus exigencias hacia esta mujer humillada y emocionalmente maltratada son tan reaccionarias como las ideas que tanto parecen molestarle. La autora se esfuerza mucho en recordarnos que las mujeres no necesitamos para nada a los hombres (osado pero engañoso) y que, si nos ponen los cuernos, tampoco pasa nada porque nos tenemos a nosotras mismas. Lo que parece olvidar esta muchacha (tanto ella como varios de los energúmenos que nos deleitan más abajo con sus comentarios), es que para empezar este nunca fue un asunto de género, sino más bien un problema de confianza. El dolor de una traición, de un compromiso roto, de una decepción, es igual de terrible para hombres y mujeres, tanto más si están enamorados, y poco o nada tiene que ver con la cursi flojera emocional que tanto parece molestarle a la autora. Si alguien te miente te va a doler, sea tu marido, tu amigo o tu casero. Si lo hace delante de todo un país, durante varios años, te duele más. Y si supone la tuptura de tu mundo, de tu ritmo de vida, de lo que eres o creías que eras, pues más todavía. En cuyo caso es normal desfallecer. En cuyo caso, da igual qué tipo de genitales tengas y si tus cromosomas son XX o XY, porque te va a joder igual. Y por lo tanto, juzgar está fuera de lugar.

Pero ahí reside el quid de la cuestión: las personas juzgamos, y las mujeres más. No solo a los hombres, también nos juzgamos unas a otras sin piedad. Es un vicio que tenemos muy arraigado, ya sea de origen social o biológico, y que no me importa admitir porque me parece que es verdad. No es algo que hagamos necesariamente con fines destructivos, pero no podemos evitarlo. Sacamos conclusiones, buenas o malas, mirando cómo viste la gente, cómo anda, lo que dice, cómo lo dice, etc. Quizá porque somos más receptivas al lenguaje en todas sus expresiones, o quizá porque es una manía aprendida, no lo sé, pero ahí está. Y por supuesto, nos juzgamos a nosotras mismas. Nos miramos al espejo y nos preguntamos por qué no tenemos ya un trabajo, un sueldo estable, un novio, una casa, un coche, la cinturita de Audrey Hepburn o los Pómulos de Jennifer Lawrence. Nos preguntamos por qué nunca terminamos ese libro, por qué aún no hemos compuesto esa canción, y si es normal que nos den asco los niños y en especial los bebés. Lo cual nos lleva en cierto modo al fondo del asunto: la palabra «normal».

¿Y qué es normal? Digo yo que esta debe ser la pregunta más vieja desde que el hombre aprendió a vivir en sociedad. En realidad es una pregunta sin respuesta, porque la gente nunca es normal, solo lo aparenta. Lo que quiero decir es que no hay un solo ser humano vivo que encaje al 100% en la norma que su sociedad ha inventado para él. Porque de ahí viene la palabra «normal», adjetiivo referido a lo que encaja en la norma. Yo siempre he tenido muy claro que no encajo en la norma, algo que no creo que sea especial, ni siquiera original, puesto que como ya he dicho creo que nadie lo hace. Pero tener conciencia de esas diferencias y, más peculiar aún, aceptarlas y protegerlas desde pequeña, me ha dado siempre más de un problema. Durante mucho tiempo me preocupaba no ser una «chica normal».

De pequeña no era un tema que me agobiara. Por ejemplo, prefería disfrazarme de héroe a ser la princesa, y como los héroes siempre eran chicos pues nunca iba de chica. No había un motivo detrás de esto más allá de que los héroes eran los que llevaban la espada, el arco y todo eso, que a mí me parecía lo más porque te daba sensación de poder y de estar a punto de embarcarte en una aventura sin igual. Los vestidos de princesa pues no eran más que eso… vestidos. Y esos ya los llevaba todos los días (y me flipaban igual, con muchos lazos). Con los muñecos, jugar a papás y mamás y cosas así tres cuartos de lo mismo. Me parecían un rollo. A mí me gustaba jugar como si estuviera dentro de un libro y todo pudiera pasar. Con un muñeco con forma de bebé sólo podías hacer dos o tres cosas: arroparlo, darle de comer, dormirlo… no había magia y el desarrollo del juego era tan predecible que no me interesaba para nada. Prefería mil veces pasarme la tarde leyendo, jugando a videojuegos o corriendo con una pistola por dentro de casa. Ahora, los peluchas me encantaban porque eran blanditos y supercucos y los quería abrazar.

Me acuerdo que un día, con cinco años o así, pensé que prefería ser un chico a una chica. Supongo que miré a mi alrededor y vi a los chicos divirtiéndose con gamberradas y haciendo el bruto y a las chicas con sus vestiditos jugando a papás y a mamás y pensé que me había tocado el bando aburrido. Al año siguiente los chicos descubrieron el fútbol, que me parecía lo peor de coñazo, y no hacían otra cosa. Entonces pensé que ser chico era igual o más aburrido que ser chica y se me reequilibró el karma. Aunque me di cuenta de una cosa: no encajaba en ninguno de los dos lados tal y como me los estaban presentando. Como era pequeña, lejos de agobiarme, esto me hizo pensar: soy superguay. Y me reafirmé en mi cabezonería de llevar la contraria.

Fue en la adolescencia cuando empezaron los problemas que he venido arrastrando hasta hoy. Como para cualquier otro ser humano, encajar es algo importante para mí. Yo era una adolescente inencajable, y la gente no ayudaba. Estuvieron muchos años empeñados en hacerme «entrar en razón», que debía interesarme más por ir guapa, por los chicos, las compras, ser femenina y esas mierdas. Yo estaba firmemente convencida que tocar el piano, leer a Tolkien y a Dumas y saber un montón de manga y videojuegos era muchísimo más cool que comprar trapitos, pero al parecer la sociedad opinaba lo contrario. Un adulto llegó a decirme con todas sus letras «mira que eres rara», algo que entonces me desubicó muchísimo y que agradecería que se hubiera ahorrado. Porque la idea de destacar y llamar la atención por mis rarezas me aterraba.

Lo curioso es que con el tiempo dejaron de darme la brasa y entonces descubrí por mí misma que hay muchas «cosas de chicas» que me encantan, comprar trapitos inclusive. Se ve que conforme te haces adulto adquieres la capacidad de mirarte a ti mismo con un filtro de realidad, aceptarte e incluso reírte de tus flaquezas. He aprendido que conocerse a uno mismo es la herramienta más poderosa que tenemos las personas para evitarnos este sufrimiento normalizador que no nos aporta nada más allá de simplificar nuestros juicios de valor hasta la imbecilidad.

Así que sí, me revienta encontrarme con artículos feministas que insisten en decirle a una mujer lo que debería ser o dejar de ser. Me revienta encontrarme personajes femeninos en la ficción que no sólo no se acercan ni por asomo a una mujer real (lo que yo soy), sino que pretenden hacer creer a la humanidad que eso es a lo que debemos aspirar. Me molesta que llenen los videojuegos de explosiones gratuitas y perazas neumáticas asumiendo que el público objetivo es masculino, cuando yo soy una consumidora habitual. Me irrita encontrarme con mujeres que critican a otras por no ir depiladas o ser sexualmente muy activas. Son prácticas excluyentes que se suman poco a poco y acaban por crearte cacao mental sobre lo que es y lo que no es, lo que está bien y lo que está mal. Y entonces tienes que volver a mirarte de puertas para adentro y pensar: ¿y qué mierdas importa lo que digan estos gilipollas? YO soy una mujer, y sé lo que ES una mujer.

O puedes ver una película como Frances Ha y recordar que ahí fuera, en algún lugar, hay gente que también lo sabe y está dispuesta a contarlo.

Gracias, A. por recomendarme la peli 😉

Top 5: singles en 2013

2013 ha sido un año bastante desastroso en varios aspectos que no me detendré a comentar, pero en lo que se refiere a la música ha sido un año glorioso. He disfrutado como una enana con la multitud de releases, singles y novedades, y se me queda un muy buen sabor de boca al mirar hacia atrás y recordar las sensaciones que me ha producido cada canción. Por eso me apetecía elaborar un modesto Top 5 con los que, para mi gusto, han sido los mejores singles de 2013.

5. Hambre – Izal. Izal han sido mi descubrimiento más reciente dentro del Indie español, y he querido homenajear a nuestro malogrado panorama musical incluyéndolos en la lista. Con un sonido similar a Vetusta Morla pero con letras menos ambiciosas, me parecen un grupo muy prometedor. Además de ser musicalmente muy interesante, su single Hambre es un derroche de rabia e instinto que sí, ¡me pone a cien!

4. Radioactive – Imagine Dragons. Pegó muy fuerte gracias a las promos de Assassin’s Creed pero es un temazo por derecho propio. Es ese tipo de música que te hace mover el esqueleto y al mismo tiempo se te mete dentro, llevándote al subidón incluso aunque no le prestes atención.

3. Get Lucky – Daft Punk. Tratándose de uno de los temas más escuchados del año poco puedo decir sobre este instant classic que no se haya dicho ya. Tecno con un toque de funk y soul y un tema eterno: las ganas que tenemos todos de pasarlo bien y de soñar con la suerte.

2. Counting Stars – One Republic. Lo reconozco: es posible que lo haya puesto tan alto en la lista porque esta canción me transmite buen rollo puro. Cada vez que la escucho me activa y me da ganas de comerme el mundo. Poderosamente optimista y al mismo tiempo un tanto melancólica. Mi verso favorito: everything that kills me makes me feel alive.

1. Reflektor – Arcade Fire. Una vez más, Arcade Fire se superan a si mismos y nos traen un single capaz de redefinir la música dance. Este no es un tema para fardar de disco y vender, esto es música pura. Apocalíptico, irreverente, desenfadado y lleno de un sentimiento casi perverso, Reflektor recoge todas las incongruencias de nuestro tiempo y  nuestras inseguridades y nos pone a bailar bajo su son. Como muy bien lo definió un usuario en You Tube: esto es música dance para el fin del mundo. ¡Y con David Bowie!

Haprender ha hezkrivir

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Resulta que el 94,5% de las cosas que escribo en este blog son consecuencia de cavilaciones absurdas que se me vienen a la cabeza cuando me encuentro inmersa en actividades tediosas como por ejemplo esperar al autobús. Y al proporcionaros este dato he utilizado un porcentaje tan aleatorio como escandalosamente falso porque alterar las estadísticas está muy de moda y me apetecía jactarme.

Párrafos introductorios aparte, pasa que últimamente estoy bastante creativa. No tengo tiempo para ejecutar prácticamente nada de lo que se me ocurre, pero mi cabeza está en plena y constante ebullición. Al mismo tiempo mi corta pero de momento satisfactoria relación con el mundo laboral me ha hecho darme cuenta de una verdad verdadera: ser bueno ideando no es lo mismo que ser bueno ejecutando. Parece una chorrada, pero no lo es. La mayoría de veces que tenemos una idea brillante (o que creemos brillante) e intentamos ponerla en práctica fracasamos estrepitosamente. O eso, o no llegamos ni a despegar porque no nos planteamos una pregunta de base: ¿somos la persona más indicada para llevarla a cabo?

No estoy hablando de negocios. Los negocios son un terreno inexplorado para mí, tan amenazante como misterioso, y dudo que nunca llegue a adentrarme en sus espinosos derroteros. O dicho de otra manera: que paso total del tema. Yo hablo más bien de las ideas creativas y de nuestra habilidad, muchas veces dudosa, para ser capaces de transmitirlas.

Pongamos por ejemplo la escritura. Escribir es algo que mucha gente (más de la que parece) hace por diversión. Escribir es relativamente fácil. Tener ideas también. Ahora, lo difícil es tener una buena idea y ser capaz de transmitirla exactamente como ésta lo pide. Esto vale para casi cualquier género, y de hecho no es complicado encontrar toda clase de escritos infumables elaborados por personas que creyeron tener una buena idea pero obviaron que su capacidad para transmitirla no estaba a la altura de su imaginación. Si entramos en el género de la narrativa de ficción las cifras de infumabilidad ya se disparan. Hay tanta gente que se cree capaz de escribir ficción simplemente porque es capaz de imaginarla, que el mercado está ninundado de auténtica mediocridad en forma de best-sellers.

A lo mejor tengo un concepto un tanto marginal de la literatura, pero para mí lo importante en una novela nunca ha sido lo que pasa, sino cómo me lo cuentan. Lo que pasa es importante, por supuesto, y si un libro además de ser interesante es emocionante, mejor que mejor. Pero he leído muchos libros en los que no pasa nada espectacular o fuera de lo normal y que igualmente consiguen ser una delicia. Es el caso de El Lobo Estepario de Herman Hesse, por poner un ejemplo, o de La Conjura de los Necios de John Kennedy Toole. Por otra parte existen libros como Harry Potter donde todo lo que ocurre oscila entre lo fantástico y lo surrealista y nunca para la acción, pero al mismo tiempo están tan bien contados, su trama tan bien hilada, que como lector uno siente que no puede pedir más.

Para resumir, a la hora de leer un libro yo ordeno mis prioridades de la siguiente manera: uso del lenguaje – personajes – trama – historia. Y cada vez me encuentro con más best-sellers que se convierten en una frustración para mí a las pocas líneas de empezar la historia. Porque muchas veces los escritores dan prioridad a la rocambolesca historia que han hilado en su cabeza y como consecuencia descuidan otros aspectos esenciales, lo que les lleva a caer en clichés tan odiosos como el típico personaje femenino que va de imperfecto pero en realidad cumple con todos los estereotipos habidos o por haber, o el irritante recurso del narrador omnisciente que no sólo sabe todo lo que ocurre, sino que también sabe lo que piensan, sienten y quieren TODOS los personajes y te lo cuenta incluso cuando es del todo innecesario. Kill. Them. All.

El ejemplo más paradigmático y de relativa actualidad que se me ocurre ahora mismo es el caso de Cincuenta Sombras de Grey. He aquí una saga cuyo mayor logro ha sido ser beneficiaria de una publicidad más que sobresaliente. Las portadas de los libros son elegantes, los títulos enigmáticos, el tema morboso. Una llega a creer que va a encontrar algo de verdadera calidad entre sus páginas. Eso hasta que lo abre y lee el primer párrafo:

Me miro en el espejo y frunzo el ceño, frustrada. Qué asco de pelo. No hay manera con él. Y maldita sea Katherine Kavanagh, que se ha puesto enferma y me ha metido en este lío. Tendría que estar estudiando para los exámenes finales, que son la semana que viene, pero aquí estoy, intentando hacer algo con mi pelo. No debo meterme en la cama con el pelo mojado. No debo meterme en la cama con el pelo mojado. Recito varias veces este mantra mientras intento una vez más controlarlo con el cepillo. Me desespero, pongo los ojos en blanco, después observo a la chica pálida, de pelo castaño y ojos azules exageradamente grandes que me mira, y me rindo. Mi única opción es recogerme este pelo rebelde en una coleta y confiar en estar medio presentable.
-Cincuenta Sombras de Grey, E. L. James
Hay tantos estereotipos concentrados en estas 137 palabras que dan ganas de sacar una Pokéball y gritar «Cath ‘em all!». Dejando al margen el hecho de que es más que evidente que la protagonista es tonta de remate (aunque la autora nos la quiere vender como una intelectual, con eso de que se está preparando los exámenes finales) lo primero que me irrita de esta introducción es lo ridículamente fría y vacua que es. Vale, cumple su objetivo, nos situa la acción. Una tarada mental peinándose delante de un espejo y preocupada por algo. Pero no aporta emoción, no aporta contexto, no aporta nada de nada. La autora se ha limitado a describir una imagen en su cabeza como el que recita de memoria un abecedario. Lo hace a través del personaje, sí, pero ni siquiera utiliza este recurso con un mínimo de gracia.
El segundo cliché agonioso es el de utilizar el espejo para poder describir a un personaje que cuenta la historia en primera pesona. La preocupación exagerada por describir el aspecto físico de los personajes con todo lujo de detalles es un error de principiante muy común, espeialmente en mi generación, tan afectada por la cultura de la imagen y condicionada por toda clase de géneros narrativos visuales. Describir a los personajes ayuda a plasmar el mundo que has creado pero difícilmente es algo relevante para lo que intentas transmitir, así que si quieres describirlos por lo menos busca una manera original o elegante de hacerlo. Pero el espejo. Es un cliché TAN pero TAN manido que meterlo en el primer párrafo de tu historia es poco más que cutre de cojones. No, en serio, me pone mala.
Por último: ella. Ella es la encarnación de todo lo que no debe ser un personaje femenino en una novela. Es la protagonista de la historia y como tal vas a tener que pasar mucho tiempo con ella si quieres acabarte esta infumable trilogía de principio a fin (cosa que yo he hecho con la vaga esperanza de que alguien reconociera mi mérito y me diera un premio, pero no) e incluso así ya desde el primer párrafo resulta cansina. Está peinándose delante de un espejo cual princesa de cuento (cliché), preocupada porque su pelo es rebelde (cliché) y agobiada porque tiene que hacerle un favor a alguien y no va a estar lo suficientemente presentable (cliché, cliché y más cliché). Para rematarlo, es repetitiva, predecibhle y en general poco interesante. Aquí creo que la autora se hizo un lío entre lo que consideraba debe ser un personaje femenino creíble y lo importante que era para ella que su protagonista fuera «absolutamente encantadora». Writer, go home.

Podría seguir extendiéndome sobre mi odio visceral hacia la protagonista, el estilo narratino y la trama (o la ausencia de ella) de Cincuenta Sombras de Grey, pero no lo haré porque para ser justa tendría que detenerme sobre el protagonista masculino, lo único que verdaderamente vale la pena de todo el libro, y no acabaría en la vida esta entrada. Lo que quería, más bien, es ejemplificar cómo una buena idea puede ser ejecutada de la peor manera posible. En este ejemplo sólo tenemos historia, no hay literatura ni trama. Y de todos los personajes que aparecen en el libro sólo hay uno que parece más o menos real e interesamte, como mucho dos. Conclusión: MALA EJECUCIÓN, MAL LIBRO.

En lo que a mí respecta, soy escritora amateur y nunca he publicado nada, pero escribo mucho y sobre todo leo mucho. Sé lo difícil que es escribir una novela porque lo he intentado varias veces. Y sé que soy buena imaginando, decente usando el lenguaje, pero un auténtico desastre organizando la trama. De ahí que nunca termine lo que empiezo, pero igual que sé ver mis propios errores puedo reconocer fácilmente los de los demás. Y tngo que decir que no me cabrea que editen y publiquen cosas malas, si a la gente le gusta y lo lee me parece bien. Lo que me cabrea es que la gente baje sus estándares y dé por bueno lo que es pura mediocridad bien presentada. Y lamentablemente esto ocurre cada vez con más frecuencia.

Así que señores escritores aprendar a escribir. Pero sobre todo, señores lectores, ¡aprendan a leer!

El momento creativo

img_blog2Hace tiempo que quería escribir algo relacionado con la creatividad y lo extraño que resulta, si se analiza objetivamente, ese impulso que sienten algunas personas y que les impele a materializar, de una manera o de otra, el mundo que llevan dentro. Me refiero a las personas creativas, un grupo heterogéneo entre el que humildemente me incluyo, compuesto de seres que si bien pueden ser totalmente dispares entre sí, comparten un rasgo fundamental: la necesidad de dar forma a aquello que imaginan para convertirlo en algo accesible a otros seres humanos.

Hace poco leí un artículo relacionado con el tema, específicamente sobre la fiebre del escritor. Como soy muy fan de los por qués y de los cómos pero del todo indiferente hacia los quiénes, los cuándos y los dóndes, no recuerdo ni de quién era el artículo, ni de cuándo era, ni dónde lo leí. De nada. Pero sí que recuerdo perfectamente la idea que transmitía y que, por cierto, era muy interesante: el autor defendía que un escritor de pura cepa no escribe porque le guste escribir, sino porque necesita hacerlo. Igual que los antiguos griegos definían ese momento especial en que la mente se abre y necesita vomitar lo que lleva dentro como «el rapto de las musas», nosotros, en al actualidad, no podemos dejar de asombrarnos ante la elección que hacen algunas personas de dedicar horas y horas de un tiempo valioso e irrepetible, a la pura e incluso dramática soledad de la creación.

Yo misma no puedo responder nada coherente cuando la gente me pregunta que por qué me gusta escribir. O dibujar. O tocar el piano. O todas las cosas absurdas que hago sin órdenes ni metas, que consumen gran parte de mi día y que están únicamente orientadas a saciar la necesidad de sacarme ideas de la cabeza. Es como cuando alguien se asombra de que te guste leer. Es imposible explicarle qué tiene de bueno pasar horas en soledad, embebido en el mundo de otra persona, en algo que a priori debería parecernos del todo ajeno y resultarnos indiferente. Pero resulta que no lo es. Y es ahí, precisamente, donde se halla el quid de la cuestión.

El ser humano es un ser social, eso es algo que sabe todo el mundo. Desde sus primeros y torpes pasos bípedos, nuestra especie ha buscado maneras cada vez más sofisticadas de comunicarse ocn el otro. Al principio con un fin meramente utilitario: la supervivencia. Con el tiempo, con un objeto mucho más vano e insignificante que, sin embargo, motiva prácticamente todo lo que hacemos y decimos: el de hacernos oír. La naturaleza nos ha dotado con la capacidad de inventar, de tomar cosas del mundo que nos rodea, pasarlas por la conctelera de nuestro cerebro y sacar nuevas conclusiones. Nos ha dado algo que es inherente a nosotros y probablemente único entre los seres vivos: la imaginación. Tenemos pues ya los dos ingredientes principales que propician el momento creativo: la capacidad de imaginar y la necesidad de contarlo. Y añadiría incluso un tercer factor que no es para nada desestimable: la sed de información del que está destinado a escuchar (o leer) lo que decimos.

Las personas creativas, desde mi punto de vista, tienen hiperdesarrolladas las dos primeras cualidades. Su inquieta imaginación no les da tregua, y a menudo viven más embebidas en su propio mundo interior que en el exterior, porque su mente no puede evitar fantasear con la información que obtiene del entorno. Al mismo tiempo, todo lo que imaginan les quema dentro, y necesitan sacarlo porque de lo contrario tienen la sensación de no terminar lo empezado, de estar desaprovechando un tremendo potencial. Así se produce el momento creativo: el instante en que una persona se lanza a escribir, pintar, componer, esquematizar o esbozar, no porque le apetezca o quiera o le guste, sino porque lo necesita de la misma manera que necesita comer, dormir o tener sexo.

Así que la próxima vez que alguien me pregunte «¿pero como te puede gustar escribir?» le responderé que para mí lo sorprendente no es que yo lo haga, sino que los demás puedan vivir sin hacerlo.

Mai tailor is rich. Y mi asesor también.

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Vamos a ver. No es que tenga yo nada en contra de las señoras que son alcaldesas y salen a defender candidaturas con discursos millonarios preparados por otros señores per se. Es decir, a mí me gustaría que las señoras que son alcaldesas y salen a dar discursos fueran capaces, en primer lugar, de escribirlos ellas; y en segundo lugar, de darlos con un mínimo de carisma y encanto que para eso les pagan unos sueldazos de ahogue. Pero como sé que en este país eso es pedir demasiado, ya me conformaría con que la señora en cuestión (pongamos a Ana Botella como ejemplo pensado así a bote pronto) al menos hubiera tenido la santa preocupación de aprender a entonar en inglés como Dios manda. Porque en el tema de si sabe o deja de saber el idioma ya ni entro.

La cosa es esta: la señora Botella y todos los que trabajan con ella en el tema este de los juegos deciden pagarle un pastonaco a un señor americano para que les ayude con los preparativos. El señor americano se llama Terrence Burns y cobra la friolera de 25 millones de euros por poner todo a puntico. Entre las muchas tareas encomendadas al señor Burns (insertar chiste ingenioso sobre los Simpson aquí) se encuentra, precisamente, la de preparar el discurso de Ana Botella. Y a este señor tan profesional se le ocurren varias cosas súper de modernos, como por ejemplo meter frases en español en medio para que quede todo como más charming a la par que castizo e inviting. Todos conocemos ya el resultado. «Relaxin’ cup of café con leche» and so on. Ahora el pobre señor Burns tiene que salir en el Vanity Fair disculpándose por la ocurrencia, ya que más que charming e inviting la cosa se quedó más bien en torno a lo patético y carcajeable.

Ahora analicemos la cuestión. Bien podría ser que el señor Burns este de marras no sea más que un charlatán escandalosamente caro que, en sus mejores momentos, ha logrado alguna candidatura que otra. También podría ser que tuviera una mala ocurrencia o que, visto que la pasta se la iba a llevar igual, escribiera lo primero que se le pasara por la cabeza. Yo diría que un poco de todo hay. Pero también me planteo lo siguiente: ¿No habría tenido gracia el discurso si, en vez de ser entonado por Ana Botella encarnando a una estudiante de la E.S.O. con la presentación de inglés aprendida de memoria, hubiera sido leído por alguien con gracia, salero y un buen nivel de inglés? ¿Alguien como, por ejemplo, el príncipe? Ay señor donde vamos a llegar cuando la monarquía se apaña mejor que los políticos en lo que a cultura se refiere, por dioh.

Básicamente, el discurso estaba pensado por un americano que en su mente entonaba el inglés al más puro estilo JFK y visualizaba el triunfo en forma de delicadas consonantes fricativas, líquidas nasales y angostas vocales. En su lugar se encontró con Ana Botella y sus acento made in Calasparra del Cerro que lo siento pero NO. Porque en el contexto de un inglés pronunciado de la manera más amateur posible, con entonación puramente española, las frases en el idioma de Cervantes quedaban metidas con calzador y sonaban a gazapo. Y volvemos a lo de antes: si esta señora se hubiera molestado en aprender a pronunciar su discurso como lo haría un nativo, por mucho que no lo entendiera, no habría quedado como una tarada total delante de nosecientos millones de personas. Que no cuesta tanto, que tu asesor es americano maja, que le has pagado una millonada. Dile que se siente delante de ti y te enseñe a pronunciar el puto discurso COÑO, y practícalo hasta que entones como la puta Queen of England o como Michelle Obama o como quien te salga de los cojones, SÓLO ENTONA BIEN.

Pero se ve que ni para eso le pagamos.